Peligro: teatro (para la infancia)

Este año no pude acreditarme como profesional en la Feria de teatro de Castilla y Léon, en Ciudad Rodrigo, así que no voy a poder compartir una visión general de la misma. Tengo la necesidad, esto sí, de contar algo que sirva, o que me sirva. El jueves 22 de agosto por la mañana vi dos infantiles. Uno de ellos me impactó, en realidad me golpeó por cuanto que me hizo tomar conciencia del potencial transformador (pero en realidad manipulador) del teatro en el público infantil. Y sí, ya sabemos que lo sabemos, pero llegar en un momento dado a esa vivencia en la que uno sentado en la butaca puede llegar a sentirse como conejillo de indias me produjo escalofríos.

Se trataba del estreno de la producción de Festuc Teatre “Yo, Tarzán”. La historia original de Edgar Rice Burroghs adaptada, versionada mil veces y que tampoco en esta ocasión tiene cambios ni aportaciones esenciales en su planteamiento. Escenografía poderosa, muy a favor del espectáculo, que procura con vistosidad y polivalencia caminos más o menos esperables (para un adulto) por los que se desarrolla la acción, que recae en títeres muy bien manipulados por dos intérpretes versátiles capaces de crear multiplicidad de personajes en una misma escena para, en fin, mostrar un espectáculo entretenido y que fluye. Hablamos en muchos sentidos de una producción impecable y que, de hecho, fue reconocido después con el premio del público al mejor espectáculo infantil de la feria.

Pero hete aquí que entonces vino a visitarme el escalofrío y lo que me interesa ahora -no tanto hacer una crítica de este espectáculo concreto- es compartir (¡con alguien!) una reflexión que desde entonces mastico y voy cambiando de carrillo, y que ya huele, vaya. En un momento dado me percato esa mañana, cómodamente sentado en mi butaca del Nuevo Teatro Fernando Arrabal, de que incluso en esta función que aún es estreno los efectos de guión, de luz y sonoros se ejecutan al milímetro (digo que al milímetro), casi como en una producción de cine. Es decir, hay todo un despliegue de recursos escénicos (insisto en que muchos de ellos me parecen más bien cinematográficos) pensado en hurgar al espectador emocionalmente, y su eficacia es implacable. El teatro es manipulador, sí, y esta manipulación no es necesariamente dañina, cierto, pero lo que me asustó fue lo refinadamente engrasada que puede llegar a estar su maquinaria. Así que es para decirse: “Espero que sepan lo que están haciendo”; Y para preguntarse: “¿Lo saben?”.

Lo que pasa en escena tiene consecuencias, sobre todo en la mentalidad especialmente maleable de los más pequeños, y en la de los adultos inmaduros, grupo este último que no merecería mayor atención de no ser porque algunos de los que lo forman programan teatro. Hay que tener en cuenta que muchas veces los artistas producen mirando (aunque sea de reojo) a estos programadores y muchos de ellos, a su vez, se dejan engatusar tanto por la espectacularidad del “producto” (así se lo dice en los ambientes más comerciales y juguetonamente serios e irresponsales) que marginan cuestiones fundamentales como el cuidado ético y estético de la obra, entendidos estos en una relación necesaria de equilibrio y, por tanto, de dependencia: la estética ha de ser ética, la ética estética. Creo que no estoy contando nada nuevo, aunque dada mi ignorancia todo pueda ser.

Esa misma mañana LA BUENA COMPAÑÍA (y ya este nombre llama mi atención: desde hace algunos años Esther y yo nombramos a Pie Izquierdo como Teatro de compañía) presentó también el estreno absoluto de “El bosque de Coco”. Y, efectivamente, su función supone un acompañamiento a los espectadores que estén sufriendo el trauma provocado por la separación de sus padres. Un espectáculo sin concesiones, es decir, ambicioso y exigente, poético, bello pero no efectista y que proporciona herramientas y consuelo a quien sufre una de las dolencias más comunes de la infancia y peor gestionadas por los adultos. Para ello máscaras y danza, poca letra, mucha subjetividad, respeto, una mano tendida, un viaje que merece la pena: para algo.