Sentimiento trágico de la libertad

La libertad permite elegir entre hacer el bien y hacer el mal. Esa es la tragedia de la libertad en palabras de Angélica Liddell. El dilema es existencial, y si uno lo asume como necesario tiene un bonita batalla que perder pues, ¿cómo considerar natural el derecho a hacer el mal?. Esa pelea tiene que ver con la que uno pueda tener consigo o con Dios: el artista parece estar particularmente empeñado en librarla, quizá sin ser consciente de que el único resultado posible es su autodestrucción. La comunidad, la civilización, el sistema, la norma, la cultura aniquilan al individuo y sus pretensiones más o menos épicas, en realidad libertarias pero también trascendentales.

A veces veo en Liddell una conexión con conceptos o ideas nietzscheanas como la voluntad de poder cuya imposibilidad de aplicar derivan en un malestar existencial que se desarrolla en forma de frustración, llanto y rabia. «No hay más diablo que la persona común». El misticismo de Liddell no es tal por muy religiosos que nos parezcan sus textos. La auténtica libertad es inaplicable porque sería transgresora, y ni siquiera una personalidad como Angélica Liddell puede llegar a tanto. La violencia es inútil hacia el impenetrable muro de afuera y sólo cabe ejercerse hacia uno mismo. Tiene de místico lo que hay de consagración a Dios, aunque no puede dejar de leerse en ese dios al propio ángel (o diablo, o la tensión entre ambos) que es uno mismo. Pero sí, quizás sea una suerte de misticismo, no lo sé.

Angélica Liddell. La uña rota, 2018. 240 páginas. Pvp: 18 €

En realidad de Angélica Liddell no sé nada, no puedo saberlo, más allá de que hay una llaga viva en ella que conduce su obra y seguramente su vida. Si la llamamos mística bien podríamos llamarla santa, no sólo en su reivindicación sino también en la acción: «hundirse en lo más repulsivo de la carne para alcanzar la divinidad».

A partir de sus experiencias como cuidadora de sus padres -particularmente de su padre- durante el último tramo de sus vidas Liddell escribe este poemario que se hunde en lo más común, sucio y doloroso de lo humano (y su carne) para el encuentro con lo sagrado. Un libro bello y repulsivo, que lo invita a uno a salir de él con urgencia mientras lo lee y relee irremediablemente hasta el final. Hay algo tan antiguo en sus palabras y tan primario que lo remite a uno a su origen, a su destino, lo habla directamente, con profundidad y sin rodeos. Palabras mayores. Parábolas y oraciones hacia alguien desconocido, invisible y seguramente inasible pero por ello más real que todo lo conocido la acompañan, o la esperan. ¿Se canta a lo que se pierde? También a lo que no fue, y a lo que no será.